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DISTOPÍA

Klar Yesid Snaider Wilches Zacipa.

Grado: 11-6

Acumular dinero, vivir de los deseos como el sexo, el alcohol y los distintos placeres que son tabú para el hombre. Aferrarnos a un Dios, una creencia, una ideología o un guía que nos lleve a la salvación. Adquirir títulos profesionales, tener casa, carro, hijos, viajes y posesiones. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Vale la pena vivir la vida con estereotipos de maniquíes perfectos en la cabeza? ¿Sirve de algo el dinero en la muerte? ¿Nos llevamos algo del 

mundo terrenal al mundo suprasensible? A menos que seas un antiguo faraón o un rico con graves problemas de fetichismo, las respuestas a estas preguntas son no.

 

Nuestro paso por el mundo es como un eclipse solar: predecible, momentáneo y rara vez afecta la monótona vida de las demás personas.

Llegamos a la sociedad con un papel estudiado. Sabemos lo que haremos por toda nuestra existencia sin siquiera haber nacido. Un chip de comportamiento, modales, códigos moralistas, metas, sueños y pretensiones se nos implanta desde el día en que somos concebidos, desde el instante en que respiramos la primera bocanada de aire contaminado fuera del seno materno.

 

Somos fichas de un rompecabezas inconcluso que crece a cada segundo, llenando espacios que no deja más incógnitas, un rompecabezas que progresa ferozmente hasta que llegue el momento en que no habrá preguntas ni respuestas, ni niños con cuestionamientos estúpidos ni hombres con soluciones absurdas.

 

Creemos ser la raza superior. Tan avanzada y compleja, un milagro de la evolución. El ciclo repetitivo: nacer, crecer, reproducirse y morir. Pero nosotros, el ser supremo, la prole magnificente le dimos una dirección distinta. Nacemos, crecemos, nos corrompemos, 

manchamos nuestras manos con sangre de nuestros hermanos y siendo conscientes y razonables, acortamos las posibilidades de las generaciones venideras. Destruimos el medio ambiente y arrasamos con especies enteras. ¿Razonables? ¿Son estos actos deplorables y sucios producto de un esquizofrénico, razonables?

 

Falta agregar unas cuantas líneas al diccionario para que al fin pueda comprender lo que implica ser un humano, lo que acarrea padecer de esta enfermedad llamada conciencia.

 

Sentimos aberración por el prójimo. Somos completamente ajenos a una realidad que nos golpea en la cara: niños mueren de hambre. Mujeres cuya dignidad les ha sido arrebatada no tienen derecho a decidir sobre su vida ni el destino de la que lleva en su vientre. Encasillamos a los demás bajo términos despectivos y discriminatorios que solo buscan atacar la diferencia, porque eso sí, no aceptamos a nadie que se salga de lo cotidiano, a nadie que no obedezca al pie de la letra lo que es “natural”.

 

La política mundial es muy simple y sus métodos para alcanzar la paz macabros. La guerra.Acero contra acero. No hay otro camino. No importa que tan mal estén las cosas, ni la precariedad del sistema de salud, ni la desmotivadora deserción escolar por la falta de oportunidades económicas, nada importa siempre y cuando tengamos armas, hombres con el poder de asesinar, hombres con el control de hacer justicia yéndose contra el mismo pueblo que pone un plato de comida sobre sus mesas cada noche. Las cárceles sirven de radiografía de la derrota al método de gobierno actual. Su solución para detener la delincuencia es asediar cuartos abarrotados, fríos y lúgubres con los hombres y mujeres que por una u otra razón también son víctimas de la sociedad en la que les toco vivir, mártires de su propio invento. ¿No sería más sencillo apostarle a la educación?, ¿invertir lo que equivale a un avión armado hasta los dientes en un hospital de alta tecnología y servicio de calidad?, ¿Cambiar un batallón de asalto por tres salones de profesionales universitarios que podrían brindarle un beneficio a la comunidad en un futuro no tan lejano? ¡No!, ¡No! Y ¡No! Todo esto es inconcebible en el circulo de ignorancia, en la centrifuga de amnesia política. Nada de esto es posible porque seguimos reciclando lo que no debemos. Dirigentes de una larga descendencia de poder. Generaciones y generaciones de liderazgo mal dirigido. Un linaje que fue hecho para tirar al mundo al carajo. 

 

Vivimos en un mundo en el que el amor es racista, discrimina, es homofóbico y siente asco por la unión entre estratos. La verdad nos acobarda. La corrupción, la injusticia, la contaminación y la pobreza son pan de cada día y sin embargo nos escondemos bajo opiniones decrepitas y críticas que no son objetivas con nuestro actuar. Le tememos al que dirán porque sabemos de lo que son capaces nuestras lenguas.

 

Los humanos, citando a Sartre, son libres, dueños de sus vidas y responsables por sus decisiones. 

 

“Un ser humano adulto no puede ni debe estar defendiendo sus defectos en hechos ocurridos en su infancia, eso es mala fe y falta de madurez”. Jean Paul Sartre

 

El ser es en sí. Aunque reneguemos que la realidad, que el mundo tangible es producto de la imaginación y percepción del hombre, ella va a seguir allí, inmutable, sin importarle un comino nuestra carencia de sentido común.

 

El hombre es libre, aunque se empeñe en creer en sistemas morales y religiosos que atan su vida a lo que es beneplácito para un dios sordo, mudo, ciego e impotente al clamor de un pueblo que quiere revolucionar la sociedad pelando rodilla, llamando a sus contrarios  pecaminosos y perdidos, impulsando una ideología a través de sangre y morbo. Tan egoístas, porque dios es suyo y de nadie más. Solo ellos tienen la verdad y el resto de humanidad esta errada.

 

Pueden quedarse con su forma de vida a cambio de que no se entrometan en mi manera de ver el mundo. El diablo puede gobernar sin dios, pero dios le debe cada seguidor, feligrés, creyente, cristiano y simpatizante al diablo porque el miedo que este genera llena sinagogas, iglesias y garajes cristianos.

 

No soy ateo, solo que yo veo a dios en todos los lados. En la comida, en las sonrisas, en la música, en los libros, en las prostitutas, en el alcohol, en las montañas, en la mierda, en el helado, en los besos, en la penetración entre hombres.

 

Las segundas oportunidades no existen. Loro viejo no aprende a hablar. Lastimosamente la vida después de la muerte es una utopía. El paraíso es un invento oligárquico para regular la libertad, el estancamiento de la ciencia.

 

Somos libres, pero nuestras mentes están cerradas por cadenas de tradiciones cavernícolas, cadenas reforzadas por ignorancia y temor al cambio. Sois tan libres como un pez en la pecera, habiendo un mar de posibilidades. Sois tan libres que estas palabras escritas sobre papel barato tienen tanto significado y veracidad para ustedes, como las leyes a las Farc.

 

¿Para que existimos? Ni yo mismo lo sé. La certeza es otra de los tantos vicios que se gana con los años, con las canas, así, cuando sepamos lo que somos, lo que queremos, cómo anhelamos vivir, será demasiado tarde para andar en sueños juveniles, sueños que nos dejan en las nubes, suspiros no hechos, besos no dados, insultos que quedan en el aire sin ningún destinatario que las reciba como una cachetada en el alma.

 

La muerte no debe ser preocupación alguna si hemos vivido a plenitud, haciendo lo que nuestro instinto nos indica. Vive, ama, besa, engaña, redímete, viaja, conoce, prueba. Todo es válido en el “país de las maravillas”. Solo hay dos condiciones (como en todo) para realizar mí no recomendada manera de vivir: no te interpongas en el camino que otra persona se ha trazado para sí mismo y, no te arrepientas de nada, porque mientras lo haces estas desperdiciando minutas, horas y años que podrías emplear para hacer algo impropio. 

 

Todo esto nos lleva a una pregunta. Una pregunta a la que le tengo pavor. Una pregunta que de nada ayuda. Una pregunta que a nadie sirve. Una pregunta que no tiene respuesta. Una pregunta que desearía que ni mi propio enemigo se preguntase: ¿Qué hubiese pasado si yo hubiera...?

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