top of page

TÁNTALO O LA MUELA

Haber soportado durante quince días un dolor de muela, trajo a mi memoria a Tántalo, rey de Lidia, quien ofreciera un banquete a los dioses con la carne de su hijo Pélope, y en consecuencia, condenado por Zeus a permanecer en un lago sumergido hasta la cabeza, sin poder beber y sin poder coger los frutos de los árboles circundantes. Tántalo era griego, como griego era mi dolor también, aunque de griegos nada sé. 

 

Mi dolencia, comparada con la condena a la que fuera sometido Tántalo, fue breve. La tortura de Tántalo era anímica, mi dolor era físico. Su génesis tuvo sus orígenes en mí carne (en mis muelas); en cambio, el suplicio de Tántalo, fue causado por disponer de una carne que no era la suya; la carne de Pélope, su hijo. Salta a la vista que Tántalo cometió un crimen de lesa humanidad. Yo, sin embargo, sin haber cometido crimen alguno, también fui condenado a sufrir; a no poder beber ni comer como él, pero no por Zeus, sino por causa de las benditas muelas que a estas alturas del partido ya las tengo cocas. Para fortuna mía, no me quedan más que tres.

 

A quién no le ha dolido una muela cuando menos lo espera, o en el mejor momento del sueño. Lancetazos desde la raíz hasta la parte superior de la cabeza. Cimbronazos al contacto con bebidas frías o calientes. Lancetazo-cimbronazo al masticar, y a eso agréguele una noche en vela después de tragar ibuprofeno de doscientos cincuenta, cuatrocientos u ochocientos miligramos. En mi caso, pensé que fuera algo pasajero, y a punta de ibuprofeno ochocientos miligramos y buches de aguasal esperaba el milagro. Así, que me las ingenié para pasar los líquidos por el lado contrario de la muela enferma. Igual hice alcomer, masticaba chupadito... cuidando de no estropearla mientras bajaba el bocado. Con esta rutina, en menos de lo que canta un gallo, el dolor se me había diseminado por la torre de control, y ya no sabía si lo que me dolía era la muela, las orejas, la frente, los ojos... hasta que decidí visitar al odontólogo. 

 

Ir al odontólogo no es nada emocionante (todos lo sabemos), aunque se deba visitar cada seis meses, si queremos disminuir, en parte, molestias en las treinta y dos piezas dentales. Verlo me da pánico. Es una escena que se repite cada vez que lo visito. Llega sin hacer ruido, camina inclinado hacia adelante, y con la cara tapada como en una película de vaqueros. Lo primero que yo le veo son sus ojos y trato de adivinar su perfil; cómo será su nariz, sus labios, luego las manos, y me detengo en sus dedos, porque son esos dedos los que voy a tener dentro de mi boca durante la visita. Pasa de largo absorto en su silencio y yo, en la sala de espera, aguanto.

 

Después de un rato, me encuentro en el consultorio acostado sobre una silla reclinable rosada que hace juego con los muebles y el sócalo de las paredes. Casi todo a mí alrededor es rosado, hasta las orejas del odontólogo son rosadas, tiene un ojo rosado, el tapaboca es rosado, las gafas son rosadas, sus tenis también son rosados. Debe ser que le gusta el rosado, pienso; o puede ser también que yo este viendo todo rosado a causa del dolor.Levanté la mirada hacia el techo, pero no alcancé a ver si también era rosado, la luz de la lámpara me lo impidió. ¿Cuál es la muelita?, me preguntó; su voz también era rosada. La penúltima de atrás hacia adelante, doctor, arriba a la derecha, y le señalo con el meñique. Abra la boca, déjeme ver, y me fue metiendo dos dedos con sabor a caucho, mientras que con un tubito metálico comenzó a golpearme todas las muelas de ese sector para percatarse si en realidad era la que yo decía, o si era un dolor irradiado como después me lo explicó. 

Cuando grité, susurró: si, esa es. 

 

Con las manos sudorosas, agarradas de los reposabrazos, yo aguanto; luego, entrelazo los dedos y los pongo sobre el pañuelo que he colocado, con mucho cuidado, sobre el pecho. Por lo general opto por la segunda, solo que le encimo una pandeada de espalda hacia arriba y espero poder soportar el chuzón de la anestesia, porque es que el pinchacito es caña y coco. Estar anestesiado tiene sus ventajas: duele menos... o... o no duele... o duele cuando el odontólogo nos toca con la fresa algún lugar en donde la anestesia no alcanzó a llegar. Entonces viene el ¡aaah!, o el ¡uuuh!, y la pregunta del millón... ¿duele? Pregunta 

que por lo general se queda sin respuesta. Quién puede responder con un separador de lengua, dos algodones cilíndricos (uno a cada lado de la muela), un eyector, dos dedos con sabor a caucho empujando la mandíbula hacia abajo, y una fresa metálica ronroneando dentro de la boca al mismo tiempo. Para mí, es como tratar de respirar por debajo de agua. Poco a poco, el ruido de la fresa taladrando lo que otrora fuera mi muela, hizo que me olvidara de Tántalo. 

 

Mario Hernández / Prof. INEM

bottom of page